jueves, 31 de enero de 2008

Viaje al país de la desolación
Juan Manuel Suárez Japón

El Álamo es un pequeño poblado de casas blancas navegando sobre onduladas y negras lomas arrasadas por el fuego. Su nombre saltó desde el anonimato de estos parajes de las sierras norte, desde la quietud de su historia sin historia, a la triste épica de la reciente tragedia de sus montes, como Berrocal, como El Madroño, como otros, el fuego les otorgó un protagonismo no querido y convirtió sus nombres en puntos cardinales de la desolación y del silencio que siguen al paso exterminador del fuego. "Han venido por lo del fuego, ¿verdad?", nos dice una señora mayor, convencida de que no hay otra razón para que alguien extraño se aventure ahora a transitar por sus calles mínimas. "Pensábamos sacar el corcho el año que viene, y ya usted ve”... nos dice, "pararon el fuego en el corral de estas casas".
Desde cerca nos miran dos niñas. Su madre aguarda en la puerta de una casa en la que ha colgado un cartel -se vende miel-. Nos acercamos y compramos algunas jarritas. "Son las últimas que nos quedan y ya veremos cuando hay otra vez", nos advierte con una sonrisa triste que se hace mas abierta cuando le mostramos nuestra sorpresa por lo extremadamente rubias que son sus hijas. Aquellas dos pequeñas, jugando en la calle solitaria, son quizás como una hermosa alegoría de la continuidad de la vida que le deseamos al despedirnos.
Hemos llegado hasta allí recorriendo la carretera que parte desde el Pintado, en cuyas orillas se nos anuncian ya, con suficiente evidencia, los signos del desastre. Y desde allí, durante kilómetros, el viajero puede ir descubriendo las muchas caras que a cada paso le ofrece este país de la desolación.
Quien no haya visto nunca la imagen de un monte recién quemado no podrá hacerse bien la idea de hasta qué puntos estos sucesos son una tragedia para la vida. Porque es esa la sensación primera que nos va invadiendo, la de recorrer un paisaje sin pulso, inerte, muerto.
Por todas las partes solo es posible vislumbrar un tapiz de suelos calcinados, oscuros, polvorientos, sobre los que emergen troncos negros, brillantes y retorcidos como esculturas de hierro fundido. Los verdores emergen en algunas escasas crestas, en algunos remates de las altas copas de los pinos por las que el fuego pasó de prisa impulsado por el viento, sin tiempo para quemarla toda. Algunas sorprendentes hojas de palmitos todavía sobresalen entre la pedriza parda y chamuscada. Los eucaliptos siguen en pie, con sus hojas amarillentas y secas. Los encinares y los alcornocales, profundamente afectados, son los que añaden a los paisajes las mayores sensaciones de tristeza. Pasear por esta nueva geografía de lomas desnudas donde hasta ayer reinaba el bosque, por este nuevo lugar de suelos oscuros, sobre los que no es posible atisbar huella alguna de animal o de vida, debiera ser, por si solo, un antídoto contra esta barbarie criminal que jamás debiera repetirse.
En el bar de El Madroño hay un grupo de hombres. No advierto que hablan. Solo están allí y esperan viendo pasar el tiempo. Nos miran sin demasiada curiosidad. De una de las paredes cuelga un almanaque que describe las cabañuelas de cada mes. Dice que hacia el 20 de septiembre vendrán lluvias. Lo comento con el camarero, un joven activo y simpático. "Ahora no nos conviene, salvo que sea débiles, porque unas lluvias fuertes harían mucho daño en los suelos tan secos". "esto ha debido ser espantoso", le digo. "Si, esto ha sido muy grande y además, aquí no lo esperábamos. El fuego iba por Berrocal, pero cambió el viento y lo trajo. ¿Han ido ya a Berrocal?, nos pregunta y sin esperar respuesta precisa con rotundidad que "por ahí si que van a ver lo mas horroroso". El camarero parece sentirse bien hablando de esta dura experiencia, como seguramente lo estarían los otros hombres del bar que nos oyen desde una distancia aparente. Finalmente, el camarero sentencia. "Se hizo lo que se podía, porque el fuego era inmenso. Pero es como si a mi ahora me dicen que con lo que tengo aquí, sirva una boda"
Seguimos luego hasta Berrocal a través de una estrecha carretera que serpentea por los relieves mas encrespados de todo este sobrecogedor territorio del fuego. Solo en el fondo de algunas vallonadas se han salvado manchones de vegetación. El resto es una sucesión de vertientes arrasadas, negras, silenciosas, muertas.
A todos nos ha nacido una deuda pendiente. A todos nos cumple intentar hacer algo, porque este no sea un mal que la sociedad soslaye dejando solos a quienes nos gobiernan y mucho menos jugando con la vida y la esperanza de la gente de estos pagos tan duramente castigados para ganar unas migajas en la lucha política. Ya se han iniciado acciones, es bien cierto. Se combate la erosión y se han cortado maderas inservibles. Se harán repoblaciones y la naturaleza echara una mano con la activación de su capacidad de regeneración. Pero ahora es urgente atender -también desde el afecto- a quienes se han quedado sin nada, a quienes han visto quemados sus bienes escasos, a todos los que han enterrado sus ilusiones bajo estos mantos espesos de tierras ennegrecidas.

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